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De Milo Auerbach el 13/11/2006

DE MILO AUERBACH - EL 13/11/2006

Estimados Olga y Daniel.

Me alegra intensamente el saber que les interesa mi intervención en la exitosa página web, que con tan buen criterio Uds. han creado. Por otro lado, me siento muy agradecido por haber despertado en mí esas ansias incontenibles de volver a vivir mi niñez, que de no haber mediado vuestro pedido de colaboración, no hubiera ocurrido.

Es notable constatar como a cuenta gotas, mis amigos de entonces van aflorando en mi mente. En el centro de la cuadra en la que yo vivía, existía un zaguán descubierto, angosto y largo con departamentos en su pared derecha. Allí vivían varias familias. Entre ellas, la de Isaac Gibelbank y sus padres. Creo que aún vive en Berisso. Trataré de sugerirle que colabore con Uds. si es que consigo comunicarme con él. Tengo muy buenos recuerdos de su persona. Interveníamos juntos en torneos de ajedrez. El departamento del frente de ese zaguán y el almacén lindero, pertenecían a la familia Kraselsky. En una de esos departamentos habitaba una familia cuyo nombre no recuerdo, pero sí recuerdo que al hijo lo apodaban "manguera", porque cuando orinaba, lo hacía más lejos que nadie.

Otro amigo que no surge a mi memoria porque siempre lo tengo presente, es Julio Drut, (Monchi), que vivía en la calle Río de Janeiro con sus padres y sus hermanas Cecilia y Raquel. Seguimos siendo amigos. Nos escribimos o hablamos por teléfono con frecuencia. Vive en La Plata con su esposa Eugenia, quien aparece en la foto de la escuela 50, sentada en el suelo y pegada al brazo derecho de su amiga Anita Rosenfeld. El padre de esta última tenía peluquería en la cuadra del 4900 de la Nueva York.

Uno de los entretenimientos era salir de pesca a orillas del río que corría a la vuelta de mi casa. Nuestro equipo era un palito o caña de 2 metros, un piolín atado en el extremo, y un alfiler doblado como anzuelo. Volvíamos a casa a veces con treinta o cuarenta mojarritas que las comíamos fritas. La pesca era muy generosa en ese río, en especial en la zona en donde el Armour arrojaba agua caliente con restos de alimentos que a los peces interesaba. Abundaban dorados, zurubíes, patíes, bagres, bogas, tarariras, etc.

Cruzando la Valparaíso, la calle Nueva York no tenía viviendas. A esa manzana la llamábamos el "campito", con sólo dos construcciones de madera. En la esquina formada por esas dos calles estaba, como ya lo señalé antes, el estudio fotográfico de don Jacobo Berman y familia. En la esquina con la Montevideo, un aserradero que proveía maderas para construcciones y carpinterías. Ese "campito" era nuestro lugar de juegos, nuestro verdadero paraíso.

Pero no todo era lindo y pastoral. El insoportable calor húmedo del verano, producto del clima mesopotámico en el que estábamos situados, nos obligaba a sacar al patio los colchones para poder dormir de noche. Allí nos esperaba un imbatible ataque de mosquitos que con su zumbido supersónico, pasaban rasantes por el oído. El olor a estiércol que llegaba de los corrales del Swift cuando el viento así lo quería, obligaba a los foráneos sensibles a llevar sus pañuelos a la nariz. Los vecinos no se quejaban, pues, al no tener otra alternativa, ya estaban acostumbrados.

Y para terminar hoy, dos anécdotas. Otro de los entretenimientos era salir en yunta a cazar arañas. Los espacios que quedaban entre las chapas onduladas de los frentes, era el lugar en donde seguro se encontraban. Las armas que utilizábamos eran el tallo con su hojita que salía del extremo de las cañas verdes, y una zapatilla. Uno de los cazadores soplaba sobre la telaraña a través del tallito hueco. El vibrar de la hoja producía un sonido igual al zumbido de una mosca atrapada. En cuanto aparecía la araña dispuesta a comer su presa, ahí nomás un zapatillazo propinado por el segundo cazador, terminaba con ella.

Otras veces solíamos salir a cazar sapitos en el descampado que precedía al frigorífico Swift. Cierto día volví a casa con una caja de zapatos llena con esos animalitos. El grito de mi madre se oyó hasta la otra cuadra. Se me cayó la caja y los sapitos dijeron: ¡sálvese quien pueda!- y se desparramaron por el jardín. No recuerdo si pude devolver alguno a su lugar natal. Pero sí recuerdo el tamaño de sapo que a veces, después de un tiempo, aparecía en el comedor o en el dormitorio.

Me despido con el abrazo de siempre.

Milo.

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