Conociéndonos

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De Milo Auerbach - El 5/12/2006

Historias personales en la calle Nueva York de aquellos tiempos.

A mediados del año 1925, mi familia compuesta por mis abuelos maternos, mis padres y yo, como ya lo señalé, se traslada a la localidad de Berisso. Debo admitir un error en mi primer mensaje. Mi hermana todavía no estaba en escena. Nació dos años y medio después que yo. Al llegar el tranvía a la esquina de Río de Janeiro y Montevideo, mi padre se acercó al restaurante Sportsman para adquirir un poco de leche que satisfaga el feroz hambre de Milo, el bebé de seis meses que no cesaba de llorar. A pesar de que los senos de mi madre no escatimaban en medida, la leche en su interior brillaba por su escasez. Según contaban mis padres, la leche del restaurante no me cayó bien. Desde aquel entonces sufrí un problema gástrico durante 5 años. Gracias al Dr. Manuel Mindlin y a mi abuela, pude salir adelante pues mi madre, con sus sólo 17 años, no era de confiar. Esta sabia abuela, que merece un capítulo aparte, buscaba todo tipo de artimañas a efectos de alimentarme. Yo no sentía la necesidad de comer. Cierto día descubrió que algunos alimentos disueltos en la leche de la mamadera los ingería sin oposición. Es así que seguí tomando la mamadera hasta los 8 años, escondiéndome de los amiguitos para evitar sus burlas. Si bien no conocía la sensación de hambre, precozmente sentí lo que era el amor. A los 6 años me enamoré perdidamente de Inés Barg, la vecinita del departamento 4. Su sobrenombre era Lily. No había niña más linda que ella. Recuerdo muy bien como si hubiera sido ayer, que soñaba con acariciarle algún día, la suave piel de su cara. Todos lo sabían, pero a ella no le importaba. Era 6 meses mayor que yo. Un día estaba recostado en un sillón-hamaca en el patio de mi casa, gozando de la plácida ingestión del contenido de una mamadera, cuando de pronto el grito de nuestra sirvienta me advierte que Lily se está aproximando. Un resorte no hubiera saltado mas rápido que yo. Con la rapidez de un rayo entré a la cocina y cerré la puerta. Lily corrió tras mío. Mientras hacía fuerza por entrar, yo con una mano sostenía la puerta y con la otra la mamadera, que apurado la tomé hasta la última gota. Resignado, decidí olvidarla el día en que ella comenzó a usar medias largas y taquito de señorita, mientras yo todavía usaba pantalones cortos.

Así como era de travieso y me gustaba hacer bromas que me divertían mucho, así era de tímido y vergonzoso. Ese carácter lo mantuve también en la pubertad, paralelamente a esa tendencia a enamorarme que floreció en mí en forma tan prematura. Terminado el bachillerato, mi padre organizó un gigantesco pic-nic en la isla Paulino. Entre los invitados había parientes, vecinos de la calle Nueva York y gente de La Plata, entre ellos, María Yoskin, una linda adolescente que me flechó y me dejó grave. Su figura no abandonaba mi mente. -¿Hablarle por teléfono?- Sí... puede ser, pero... ¿qué le digo?- Ante el terrible temor de quedarme sin tema, anoté todo lo que pensaba decirle en una hoja de papel. Haciéndome de coraje, llamé. Justo atendió ella. Mi corazón comenzó a sonar como un tambor. Con el papel frente a mí comencé la conversación. Todo anduvo muy bien, hasta que ella me dijo:- Me parece que estás leyendo lo que me decís- Con rapidez, escondí instintivamente el papel detrás de mi espalda y exclamé: -¡No es cierto!- ¿me crees capaz de hacer eso?.- ¡Hola... hola!-. Fue inútil. Ya no había nadie en la línea. Por vergüenza, no volví a intentar.

Un abrazo, Milo.

De Milo Auerbach - El 2/12/2006


Historias personales en la calle Nueva York de aquellos tiempos.

Ese amigo solterón, Aaron Alterman, varios años mayor que yo, fanático de los valses vieneses, me enseñó a fumar. Nada menos que con los cigarrillos Gavilán negros. Bien de machos. Allí, a los 16 años de edad, comenzó mi carrera de fumador. Fumé 40 cigarrillos diarios durante 40 años. Hacé 26 que dejé el vicio. Lo logré después de varios intentos. No fue fácil pero feliz por haberlo hecho.

La vida al lado de mis padres mientras viví en la calle Nueva York, no me fue fácil. A pesar de que mi padre era muy alegre, animador de reuniones, chistoso y amante de la música, levantaba presión con facilidad, a veces hasta perder el control. Mi madre, una fanática de la limpieza. Me gobernaba en el más mínimo detalle hasta que entré al ejército, pues entonces no tuvo mas remedio que pasarle el mando a los militares.

El enojo con mis padres era muy frecuente. Yo me desahogaba con Aarón, a quién consideraba un buen consejero. Un día me dijo: -¿No te das cuenta cómo te controlan? -¿Porqué no te vas de tu casa? -este no es el trato que vos merecés-.

Me empilché bien, discutí con mi madre porque me puse el traje nuevo hecho a medida que ella había destinado para acontecimientos especiales, y me fui "para siempre" a la casa de una noviecita que tenía en la calle Perseverancia al 4400. Los estridentes gritos de mi madre ordenándome que vuelva, se iban atenuando a medida que me alejaba. Mi mamá cantaba muy bien. Tenía una potente y linda voz de soprano. Ya en la casa de mi futura, que en realidad no lo fue, mientras pensábamos sobre los pasos a seguir, suena el timbre de la calle. -Hay un señor que pregunta por vos- me dijo la que se volvía loca por ser mi suegra.

No con muchas ganas salí a ver de quien se trataba. Era Leopoldo Glaser, el padre de Raquel Glaser de Makler, el carpintero a quien yo llamaba tío. Un hombre bueno, muy inteligente, amigo mío a pesar de la diferencia de edad. No me reprochó nada. Sólo preguntó qué es lo que pasó. Comenzamos a caminar por la calle Montevideo mientras conversábamos, tratando él de disculpar a mis padres. Dentro de la profunda emoción y excitado como estaba, no me dí cuenta que lentamente me estaba reintegrando a mi hogar. Entré a mi casa después de rendirme a sus ruegos.

Encontré un panorama enlutado. Mis padres con los ojos enrojecidos por el llanto, sentados frente a la mesa en el comedor. -¿Por qué te fuiste, desagradecido?- Reprochó mi padre. -Por el trato que recibo de Uds.- contesté. -¿Yo trato malo?- Enfurecido, tomó el pan de manteca que tenía al lado y me lo zampó sobre el traje nuevo. Mi madre volvió a gritar no sé si por mí o por el flamante traje a medida. Bajé la cabeza y al ver la manteca pegada sobre mi vestimenta, miré a mi tío y le pregunté: - ¿Ahora ves porque me fuí? -Disculpalo, está muy triste y nervioso...- minimizó en su respuesta. La paz volvió al hogar gracias a él. Y gracias a él me salvé del futuro incierto que mi buen consejero me había presentado.

Ya de viejo, mi padre fue otra persona. Si bien conservó su buen humor, junto a las fuerzas también perdió su capacidad para irritarse. Murió a los 85 años siendo muy querido por todos. Mi madre lo hizo 14 años mas tarde. Ella sólo era 17 años mayor que yo.

Un abrazo, Milo.