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Opiniones: "Y finalmente Susana Giménez tenía razón"

Nota de la Redacción del blog:
Donatella Castellani, investigadora en Ciencias Sociales, publicó estas opiniones en Página12 el lunes 21 de diciembre de 2009. Entendiendo que la referida página toca varios puntos críticos de nuestra vida política y que permite poner en análisis cada uno de ellos para que nuestros visitantes se expresen al respecto con total libertad, decidimos reproducirla aquí. Esperamos que sea objeto de una lectura cuidadosa seguida, si lo desean los lectores, por un comentario que nos permita, en vísperas de un nuevo aniversario del golpe de Estado de 1976, sentar alguna base conceptual en procura de un país mejor.
OyD
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Nota reenviada por
Cacodelphia. Un viaje a la Oscura ciudad.

Miércoles 19 a 21Hs. Radio Estación Sur 91.7
Contacto: 482-3215
http://www.radioestacionsur.org/
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Lamento no estar de acuerdo con el brillante artículo de Eduardo Grünner (publicado en Página/12 el 14 de diciembre). Me parece que él subestima el hecho de que hace un tiempo, subrepticiamente, en el aire público están apareciendo zonas casi irrespirables, malolientes, contaminadas con palabras que uno creía (esperaba) enterradas para siempre.


La lucha de estos 26 años de democracia fue la de recuperar no sólo las instituciones, sino también un espacio discursivo que durante largos años había estado invadido por fuerzas de ocupación simbólica que lo habían alambrado rigurosamente, implantando definiciones regimentadas e inapelables que pretendían decretar cómo era la realidad que definían. Así se nos dijo cómo era el “ser nacional”, obviamente “occidental y cristiano”, cuáles eran las “ideologías foráneas”, en qué consistían la “paz y el orden”, qué “flagelos” se “infiltraban” –como un virus filtrable– en la sociedad, a quiénes había que llamar “delincuentes subversivos” y sólo se dejaba sin definir el “algo” que seguramente éstos habrían hecho, para poder hacer entrar allí desde el reclamo por el boleto escolar hasta el accionar de monjitas de buena voluntad que tenían de la “moral cristiana” una visión bastante más ceñida al Evangelio que los militares. Y creíamos que, cuando se había develado más allá de toda duda la realidad trágica y casi indescriptible que había corrido por debajo de esas palabras, había quedado claro también que ellas estaban vacías de toda referencia concreta, que sólo tenían un cínico carácter de máscaras, de camuflaje, y es más, de poderosos artefactos bélicos presentados como estampitas de la Virgen de Luján.

Por eso creíamos estar ya inmunes contra discursos engañosos. Que más allá de cualquier diferencia política, la inmensa mayoría de los argentinos nos habíamos puesto de acuerdo en repudiar para siempre lo ocurrido en un pasado nefasto y no querer por nada del mundo volver a oír palabras que nos recomendaran algo ni remotamente parecido. Que habíamos aprendido que pasar por encima de los derechos y garantías básicas consagrados en la Constitución para todos los habitantes era un viaje de ida. Y que siempre, inevitablemente, eran muchos más los que tenían que lamentarlo que los que se beneficiaban. Nos hacíamos la ilusión de que los vivas a Videla y compañía eran ya sólo una trasnochada muestra de neandertalismo de una reblandecida Elena Cruz o de una desaforada Cecilia Pando.



¿Por qué ahora empezamos a darnos cuenta de que aparecen manifestaciones que se nos hacen siniestramente familiares? Hay que pensar que las construcciones de sentido no se forman en la sociedad de un minuto para otro. Son sedimentaciones de discursos largamente repetidos, de metáforas peligrosas, de asociaciones de conceptos en principio diferentes pero que, de tanto presentarlos juntos, terminan formando parte de un solo significado indivisible. En lingüística los llamamos sintagmas consolidados, como “café con leche” o “cabellos de ángel”. Y en los últimos tiempos se empezaron a asociar discursivamente los conflictos y problemas del presente con imágenes y palabras propias del pasado. Primero hubo una apropiación de los símbolos patrios y religiosos por parte de los “argentinísimos” dueños de la tierra: el himno, la bandera, la escarapela y la Virgen eran ahora propiedad de la patria agropecuaria como antes lo habían sido de la patria militar. Mientras, las señoras caceroleras gritaban contra Cuba y Venezuela, los Montoneros, las Madres de Plaza de Mayo y bramaban en los blogs diciendo temer que el Gobierno les expropiara sus tierras para dárselas al Estado. Luego Hugo Biolcati, en charla con el doctor Mariano Grondona, dos personas de pro, meditaban televisivamente si no sería buena idea que este Gobierno durara menos de lo que marca su período constitucional. Y, ya este año, en la inauguración de la Rural el mismo Biolcati afirmó que el gobierno nacional viene efectuando “ataques inusitados a las raíces, el corazón del ser nacional”. ¿Otra vez el “ser nacional”? ¿Por qué será que viene a la memoria la definición de Videla “subversión no es ni más ni menos que eso: subversión de los valores esenciales del ser nacional”? Y a los pocos días Mario Llambías proclamaba el mayor de sus respetos por Martínez de Hoz, ilustre prosapia de esclavistas, exterminadores de indios, fundadores de la Liga Patriótica exterminadora de obreros y finalmente ministros de dictaduras exterminadoras de gente y de la economía nacional. Simultáneamente, el propio ilustre descendiente José Alfredo declaraba que Videla “no es un asesino” y que no hay que creer en la propaganda. Ahora Biolcati dice que hay que “descabezar” una provincia de su gobernador elegido en las urnas. Es decir que se empieza a reflotar un discurso que plantea opciones del tipo “ser nacional” o “Cuba”, “Videla” o el “Che Guevara”, “gobierno subversivo” o “Martínez de Hoz”, “expropiaciones” o “libre mercado”.
 
Por su parte, Elisa Carrió también dice cosas gordas: compara a Néstor Kirchner con Hitler y afirma que éste NO es un gobierno democrático. Después manda cartas a las embajadas denunciando que el Gobierno provoca una “inusitada escalada de violencia” y, entre apocalipsis y apocalipsis, anuncia una “emboscada” preparada por Néstor Kirchner a quien llama “gobernante de facto”. Aquí lo “foráneo” peligroso ya no tiene origen marxista –claro, Lilita se denomina centroizquierda–, sino nacionalsocialista. También afirma que en la calle la gente dice de los K “los quiero matar”, “a ver si los derrumban”. Y el efecto es el mismo: no estamos en democracia, hay violencia, armas, emboscadas ¿la situación se parece al ’75?


Más recientemente, reverdece con toda la furia el tema de la “inseguridad”. Y no me interesa aquí volver a señalar que cada crimen repetido mil veces en todas las pantallas parece como veinte crímenes distintos ni discutir estadísticas ni comparaciones con otros países. Lo que quiero mostrar es que aquí también el discurso se vuelve cada vez más peligroso y retroverso. Empieza con el miedo generalizado por el martilleo mediático. “Nos van matar a todos”, dice Mirtha. Pero rápidamente el discurso se desliza a temas más escabrosos como el de pedir que nosotros matemos a todos, cuestionar los “derechos humanos” para los delincuentes, la vergüenza que los policías “buenos” vayan a la cárcel por algo “a lo que llaman apremios ilegales” (vulgo: torturas). Lo grave es que se empieza a poner bajo sospecha la defensa de los derechos humanos y el respeto por las garantías constitucionales como conducta ética que debería estar por encima de opiniones y discusiones políticas. De allí a justificar sus violaciones pasadas y sus posibles violaciones futuras hay un paso. Carrió, en una parodia macabra de la maternidad social que plantean las Madres para todos los desaparecidos, dice que los hijos de la señora de Noble son “nuestros hijos”, defendiéndolos del “atropello” de averiguar si hubo un delito de apropiación de niños. Además, en los discursos contaminantes de los medios los delincuentes se mezclan con los piqueteros, con los reclamos sociales de todo tipo, con todo lo que crea “inseguridad”, ‘‘caos” y “violencia”. Y es en este contexto en el que pueden abrirse las tranqueras de Jurassic Park y saltar afuera un Abel Posse. Y yo creo que aunque no sólo el ataque al rock, sino sus “virus ideológicos”, “visión trotskoleninista”, “persistencia gramsciana”, “revolución socialguevarista” (¡y el menos fantasioso Videla que se conformaba con hablar de “ideologías extrañas”!), y defensa de lo que hicieron los militares hace cuatro décadas sobrepasen el “piso mínimo del cual la buena sociedad, como tal, no se va a bajar, por más mano dura que reclame”, no debemos subestimar la fuerza perlocucionaria (la de provocar consecuencias en el mundo) del núcleo de su discurso. Supuestamente él habla de criminalidad, pero en realidad habla del enemigo interno que hay que combatir: como dijo brillantemente Sandra Russo, él traza un puente entre la “inseguridad” y la Doctrina de la Seguridad Nacional. Y sin usar eufemismos, habla de “armas” y de “acción inmediata”, de “batalla central”. Acusa a “los K” de prohijar “el vandalismo piquetero, el desborde lumpen, la indisciplina juvenil”. Igual que para Carrió, los K, entre otros delitos, “demolieron el básico esquema constitucional”. Nada muy distinto de otros discursos que circulan por los medios.

Posse le dice a Tenembaum que todo el mundo piensa como él. Bueno, todo el mundo no. Parece que Tenembaum no, y yo tampoco. Pero ¿podemos subestimar los efectos del permanente goteo de estos discursos que horadan la cabeza? ¿Hasta dónde van a llevar la histeria colectiva? Y ojo, que ya no se trata sólo de defender este particular gobierno democrático. Se trata de si queremos o no vivir en democracia. Sepamos que ya no hace falta sacar los tanques a la calle para no hacerlo. Ni sentar a tres uniformados en la Casa Rosada. Miremos a Honduras, ¡por favor! Basta con el apoyo de los medios. Basta con un guiño del Congreso. Basta con una destitución o forzar una renuncia. Basta con un estado de sitio. Con ordenar a todas las fuerzas meter bala. Primero con los delincuentes, después con los piqueteros, después con los que protestan... y no hace falta estar citando a Brecht.

Cuidado, porque finalmente Susana Giménez tenía razón: los dinosaurios están vivos y en condiciones de procrear.

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