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De Milo Auerbach el 20/11/2006

DE MILO AUERBACH - EL 20/11/2006
Estimados, Olga y Daniel.

Conversando con Saúl Polopodín (Puchi), recordamos los transportes que recorrían la calle Nueva York. El tranvía que venía de La Plata era el número 25. El número 24 llegaba hasta Los Talas recorriendo toda la calle Montevideo. El 23 seguía hasta el balneario Palo Blanco. Yo recuerdo que terminaba su viaje al llegar a un puente a uno o dos kilómetros de la playa. De allí salía un abierto carruaje sobre rieles, "la zorra", que, arrastrada por dos caballos, conducía a los pasajeros hasta la zona ribereña por unas pocas monedas. Era para mí lo mas lindo del paseo.

Todos los tranvías entraban a la Río de Janeiro, calle con veredas desparejas y calzada sin pavimentar, paralela a la N. Y. Llegaban hasta el embarcadero hacia la Isla Paulino. Giraban hacia la izquierda y en la próxima esquina entraban a la Nueva York. El ómnibus que iba a La Plata pertenecía a la línea 2 que luego cambió por 502. Salía del fondo de la calle, es decir, Nueva York al 5000.

Puchi me cuenta que en la esquina de la calles N. Y. y Marsella, paso obligado de los obreros, se instalaba el camión de los hermanos Capozzo lleno de manzanas que en poco tiempo eran vendidas todas. Yo ya no estaba en Berisso. Transcurría el año 52 y Puchi, un pibe de 11 años, ya ganaba 10 pesos por día ayudando a venderlas. Una fortuna para él.

Un transporte que a mí me impresionaba produciéndome una rara sensación de tristeza, miedo, curiosidad y misterio, era el de las pompas fúnebres. Tengo bien presente el carruaje negro de lento andar, con cortinas negras de terciopelo a cada lado, en los que iban prendidas las letras doradas con el nombre del difunto. Adentro y visible, el suntuoso y lustrado ataúd con manijas de bronce tapado con flores. Una gran cruz sobresalía en la parte superior del transporte. Dos conductores vestidos también de negro, con guantes blancos y galera, sostenían las riendas de los obscuros equinos que arrastraban el carruaje. Detrás, un largo séquito formado por deudos y personas relacionadas, vestidos de riguroso luto que caminaban por centro de la calle Nueva York, acompañando por última vez al ser querido.

Contrastando, los coloridos carruajes y automóviles camuflados o no, me producían una sensación de fiesta y alegría durante los días que duraba el carnaval. La municipalidad colgaba sobre la calle Nueva York, hileras de lámparas multicolores e instalaba palcos de madera en las veredas. Desde allí la gente los podía observar con comodidad, como así también al incesante desfile de murgas, comparsas y disfraces, entrelazados por onduladas serpentinas y cubiertos con papel picado que se arrojaban entre sí, en medio del continuo y fuerte sonar de cornetas, pitos, bocinas, bombos, cánticos de murgas, pregón de vendedores y gritos de mascaritas. A su vez, los bailes que los clubes de los frigoríficos organizaban, eran verdaderos acontecimientos. Amenizaban las mejores y más renombradas orquestas del momento.

Un anécdota relacionado con el carnaval. Una escalera de tres o cuatro peldaños facilitaba la subida a los palcos. En el otro extremo, un listón de madera unía por el borde superior a las barandas del frente y contra-frente. En ese listón yo había aprendido a hacer una prueba circense. Creo que contaba no más de nueve años. Apoyaba el vientre sobre el travesaño que hacía de eje, me tomaba del mismo con mis manos, y con un envión de mis piernas lograba dar una vuelta completa. Un día pregunté a los chicos de la barra quién era capaz de hacer lo mismo. Uno de ellos, que dijo que lo haría mejor que yo, se puso en posición sobre la madera. Cuidando que no me golpeara con los zapatos, comencé a retroceder aconsejando a los demás que hagan lo mismo. Pero nadie se movía. Todos me observaban en silencio. El único que caminaba hacia atrás era yo. Después entendí por qué. El palco era mas corto de lo que yo suponía. El dolor del fuerte porrazo en mi nuca me duró varios días.

Un abrazo, Milo.

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