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Alberto Jesús Bonnet envía un recuerdo puntual

LA PUNTUALIDAD ES LA MAJESTAD DE LOS REYES;
la majestad de las personas comunes es la impuntualidad.
Esta verdad elemental ha caído tan en desuso, que hoy si uno la enuncia suena como una paradoja. Sólo pocas criaturas amorosas, mujeres en su mayoría, la guardan en su corazón, al menos instintivamente en la cotidiana práctica diaria; mas asumirse como una de sus acolitas es algo que tampoco ellas osan. Quien rompa una lanza en favor de la impuntualidad se chocará de inmediato con la clásica resistencia fanática y llena de odio con la que las personas acostumbran defender sus peores defectos.

La puntualidad, una virtud abominable y desmoralizadora no consiente a sus cofrades siquiera el cantar abiertamente sus loas o el embanderarse con estandartes que la preconicen, de modo que sólo pueden resarcirse fustigando atribulariamente con todas sus fuerzas a los pobres impuntuales, refregándoles en la cara lo malo de su acostumbrada inmadurez y falta de consideración. La absolución o salvación del honor de los impuntuales resulta una tarea ingrata.

¡Y sin embargo, cuánto tacto, amigabilidad y cordial benevolencia esconde una bien dosificada impuntualidad!

El impuntual se posiciona de antemano, voluntariamente, respecto del que lo espera un poquito en falta; se da una oportunidad de hacerse disculpar, el de poder ser divino, de poder reconciliar.

Toma sobre sus hombros la carga de ser el errado, el requerido de indulgencia, el desubicado, cuando lo que realmente hace es propender al bienestar balsámico del impaciente al arrojarse la primera piedra mediante un risueño autoinculparse que - en aras de un redentor acto de contrición - fomenta ya en el comienzo mismo de la charla la faceta más reanimante y humana.

El impuntual hace el gasto conversacional primero. Y además casi siempre ostenta el impuntual un humilde buen humor, una contagiosa bondad jovial, dado que no ha dilapidado su buen humor en mirar como un estúpido el reloj, esperar y resoplar indignado. El impuntual es ecuánime: mediante su llegar tarde revela que por su parte él tampoco esperaba que el otro llegara temprano. El impuntual es locuaz; justo acaba de sucederle algo que le impidió llegar a tiempo. Y se trate de un accidente con el tranvía o un perdido botón del cuello, al punto sabe el impuntual ganar de ello una cálida y aventurera narración. ¿Ha advertido alguien cuán histriónico, chistoso y encantador se torna una persona cuando quiere enmendar y disculpar su ausencia? La impuntualidad nos vuelve inventivos, es una pariente lejana de las Musas y las Gracias.

Esto no puede decirse de la puntualidad. La puntualidad es ella misma per. se una virtud. No necesita en absoluto ser amorosa. No alegra nunca, no alegra a nadie, pero a quien menos alegra es a sus polluelos y seguidores. A ellos los martiriza. Primero se les aparece asumiendo la forma de pesadillesco fantasma; como vivo y calculado temor a perderse una reunión a llegar cuando todos se fueron, a ser motivo de imputaciones, desavenencias. Luego deviene en soporífero, intolerable tedio, el aburrimiento del que espera que como un grillete de pasos arrastrados circunda el lugar del encuentro, como si lo circunscribieran opresivamente las paredes de una celda invisible.

No tarda en transmutarse en bronca, en la indignada cólera de los oprimidos a los que les ocurre un siniestro inaudito, una injusticia insólita. Es el momento en el cual se le aparecen al que espera todos los defectos del esperado explícitamente ante sus ojos, las pequeñas afrentas que se pasaron por alto, perrerías diminutas pero nunca del todo cicatrizadas, canalladas que revitalizadas en cada latigazo del minutero se agigantan y magnifican en proporción directa al alejamiento de la hora convenida .La puntualidad hace a las personas pobres. La puntualidad vuelve a las pobres personas furibundas. Y no obstante existen personas que no se dejan rescatar de la puntualidad, que persisten a sus pies como ante una huidiza amante a la que complacen más cuanto más entenebrece sus amargos sufrimientos.

Los puntuales son innegablemente una estirpe temeraria y ominosa. No se trata necesariamente de malas personas, o al menos, no tienen por qué serlo; existen inclusive puntuales adorables, que eligen esa corrección como una pátina de vocación de servicio, como un medio para combatir lo tantísimo inesperado y a los que se reconoce porque manifiestan un refrescante rubor, un delicioso pudor cuando se llama la atención sobre su virtud (las virtudes sólo pueden sobrellevarse, si uno se disculpa levemente por ellas).

El puntual es siempre un acreedor. No le debe nunca nada a nadie, hace lo que se espera de él y está en su derecho y reivindica su derecho. No precisa, como el mendicante llegador demasiado tardío adornar y almibarar con jugosas y animadas mentirillas su conversación. Su discurso es simple: ¿soy el primero?, pregunta. Y no termina de inquirirlo que ya se está contestando religiosamente: "y bueno, alguien siempre tiene que ser el primero", creyendo con esto haber lanzado una bola más o menos aferrable al interlocutor como para hilvanar una charla. Cada puntual es un reproche viviente. Y lo que es más espantoso: le encanta ser un rezongo. Con esto obtiene su resarcimiento por todas las dolencias que le ocasiona no tener el coraje de ser impuntual. Uno encuentra puntuales entre aquellos grupos de especimenes que en algún sentido sienten que el universo les debe algo y tienen razones para exigir la comparecencia a rendir cuentas. Los asiste el derecho a protestar por las injusticias del mundo. Contemplan cómo el impuntual es excusado, cómo en seguida se pasa a otro tema y tragan saliva con acritud, vengándose mediante la circunspecta puntualidad.

Mientras que al impuntual nunca le pasaría por la cabeza exigir al prójimo ser a su vez impuntual, torna al puntual a hacer cundir la puntualidad como bien supremo. Le ofende que se haga la vista gorda para con el impuntual, le ofende redondamente que el impuntual en general viva. Darían mucho por poder abolir, o mejor dicho, exterminar la impuntualidad, desterrarla de la faz de la Tierra. Y sin embargo ¡qué suerte para ellos que esto nunca pueda llevarse a cabo! ¿Qué les quedaría de toda puntualidad si ya no existiera impuntualidad alguna? Ya no habría nadie a quien anatemizar y apostrofar, a quien esperar para enojarse, sobre el cual elevarse altivos. La puntualidad en ese caso habría perdido su sentido.

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