Recuerdo lo que sucedió, cuando aún vivía en la ciudad de La Plata, al pretender enseñar a hablar a un loro amazónico recién comprado, por el que había pagado una buena suma. Yo no hacía las cosas de manera improvisada. Para tal fin compré un libro que trataba sobre el tema. Siguiendo sus instrucciones al pie de la letra, una noche me paré frente a la jaula que puse sobre el mármol de la cocina, cubrí la jaula con un manto, cerré la puerta y apagué la luz. Comencé entonces a actuar como el libro aconsejaba. Sin interrupción, con voz monótona y acompasada, repetí no recuerdo cuantas, pero sé que fueron muchas veces la misma frase: “-Buenas noches, Milo-”
Después de más de media hora, cuando mi boca llegó a tener menos líquido que el desierto de Sahara, interrumpí mi labor de domador de loros. Exhausto y casi sin respiración, encendí la luz y removí la manta de la jaula para gozar con el fruto de mi penosa labor, y escuchar el saludo del loro. La decepción fue tremenda. Apoyé la frente sobre la jaula con la nariz metida entre las rejas, por que no podía creer lo que veía: ¡El loro dormía como nene bueno después de chupar la teta!. Lo primero que pensé con inmensa rabia, fue que el maldito pajarero me había vendido un loro sordomudo, porque el libro no podía estar equivocado. Pero lo que aconteció fue que el inocente amazona había caído en un profundo sueño hipnótico.
Samuel (Milo) Auerbach.
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