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Otro cuento verídico de Milo Auerbach

Apenas llegamos al país nos regalaron una linda cachorrita a la que llamamos Slipy.
Todos los cachorros son lindos. Pero cuando creció, de linda no tenía nada. En cambio era extremadamente inteligente y entendía todo lo que se le decía.
Con la orden -¡Slipy, al plato!-, ella llevaba su comida y la depositaba en su plato ubicado en un rincón del comedor, y allí seguía comiendo.
Cuando salíamos de pic-nic, visitaba las mesas vecinas y pedía comida sentándose con las patas delanteras levantadas. De esta manera nadie se podía negar en darle algo para comer.
Recuerdo cómo lloraba de alegría con incesantes y estridentes alaridos cuando, sentada la lado mío en mi auto, la traía de vuelta a casa desde la pensión en donde la dejaba cada vez que salíamos de vacaciones.
Ya era muy viejita cuando al entrar con el auto a mi casa, la pisé y la dejé agonizando en la calzada.
Tuve un ataque de desesperación.
Dominado por un profundo sentimiento mezcla de culpa y dolor, grité muchas veces llorando
-¡Yo la maté!-, 
con la cabeza sobre mi brazo apoyado en el capó del auto.
Un vecino la enterró, nunca supe ni quise saber en dónde.

Samuel (Milo) Auerbach

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