Conociéndonos

**

Cargando...

NECESARIA ES LA SOMBRA EN UN DÍA SOLEADO

Pintura de Fabián Ignacio Romano

Por Eduardo Juan Salleras 
18 de septiembre de 2011
Se autoriza su publicación solamente en forma completa y nombrando la fuente
---
Una sombra es esencial y como todo, depende del momento y el lugar.

Un día, a un hombre, en pleno verano, lo sorprende en su camino el mediodía, de esas jornadas tremendamente calurosas, cuando los rayos del sol se clavan en la cabeza; su caballo totalmente sudado y él, colorado, pero ya casi sin traspirar.

En medio de la llanura, bien típica de la pampa, no se veía un árbol para descansar, al menos hasta que baje un poco la temperatura.

Él pensó de a momentos: “voy a morir cocinado como un cerdo”, mientras su caballo arrastraba las patas, un viejo matungo que le habían prestado.

A cada paso del yeguarizo, se levantaba la arena del piso como talco flotando al no correr una gota de viento. La calle, un guadal espantoso de la cual irradiaba más calor.

Con la cabeza gacha el viajante avanzó lento, dejando al caballo que tome solo el destino.

Cuando de pronto, como espiando, miró al frente y le pareció ver un gran árbol. Era tanto el calor que su imagen se movía por efecto de la evaporación, de la poca humedad ya que quedaba en el piso.

Llegó hasta allí montado e incluso sorteando las ramas más bajas, ingresó a lomo de su caballo a ese paraíso de protección y auxilio. Se dejó caer exhausto sobre la tierra fresca al oscuro. Cuando de pronto escuchó una voz que le dice:

- ¡Epa! ¡Epa! ¿Qué está haciendo?

- Ah, buenas tardes, no sabe lo feliz que soy al haber encontrado esta sombra, no daba más. Creí que moriría calcinado por el sol.

- Si, muy bien, pero esta sombra es mía.

- ¿Cómo suya, dónde dice eso?

Y el hombre sacó un viejo papel, simulaba una escritura, en la que decía evidentemente, que ese árbol y la sombra que su copa producía, eran de su propiedad.

- Pero hay lugar para los dos – insistió el viajante – que le hace que descanse un rato, hasta que baje un poco el sol.

El frondoso follaje de sus ramas y sus hojas cubría no menos de 15 metros de diámetro, había suficiente lugar para que uno en una punta y el otro en la otra, no se molesten, pero…

- Señor, insisto, UD no puede estar aquí, porque esta sombra es mía, aunque… podemos hacer negocio – el viajante escuchaba azorado – UD necesita este reparo y yo necesito su caballo porque hace tiempo ya que estoy clavado aquí. Me da su zaino, yo le doy mi sombra y me voy.

Encima, el intruso debía escucharlo con su monta al sol porque no le permitía adentrarse a la negrura.

- Pero aquí voy a morir de sed, ¿cuándo podré irme y llegar a donde debo…?

- Aquí detrás – y le muestra a la vuelta del enorme tronco del árbol – hay una bomba sapo (manuales, a manija), el agua sale fría, ahí también tiene un jarrito, y si lo llena y lo desparrama un poco por la tierra podrá dormir una buena siesta fresquito… qué más quiere, ¿hacemos negocio o no?

- Sí – contestó luego de pensarlo un poco, no le quedaba otra, iba a morir deshidratado y bueno, esa era la solución para ese momento, después vería cómo llegar a su destino, al lugar que pretendía – pero eso sí, me entrega el papel de la propiedad, me lo pone a mi nombre, no vaya a ser que venga alguien y me diga como UD que es el dueño de ésta sombra…

- No hay problema, aquí abajo, yo le escribo, aclarando que le entrego mi propiedad y firmo.

El hombre contento se subió al caballo y le pidió al nuevo propietario que le alcance una bolsa grande que estaba apoyada al tronco. Pero el caballo se sorprendió con el bulto y empezó a bellaquear. Entonces decidió, para suerte del que quedaba, dejarla…

- Quédesela, total si Dios quiere, esta noche estaré durmiendo en el pueblo más cercano. Lo único lléneme una botella con agua.

Y se fue. Adentro de la bolsa que dejaba había fiambre: chorizo seco y bondiola, también galleta, dos mandarinas y tres manzanas. Si a eso le sumamos el agua fresca de la bomba y la mágica sombra del árbol, era apenas menos que un gran hotel.

Cayó extenuado luego de comer bien con una sola fruta de postre. Vino la noche y seguía durmiendo, tal vez afiebrado, cuando de pronto sintió fresco, más bien se notó húmedo. Abrió los ojos, se incorporó lento y salió de su techo de ramas y hojas a la intemperie. Oscura y cerrada la noche porque estaba chispeando. Un poco tarde pretendió encender un fuego, porque ya todo estaba mojado. Miró la hora, eran las tres de la mañana.

Se acurrucó un rato más, esperando que aclare algo, pues sería el momento justo de partir. Viento del Este tirando un cejo al sur, lo que garantizaría un par de días feos; un buen momento para iniciar un viaje, aunque sea a pie, pero esquivando aquel sol desgarrador, a 40 grados, de la tarde anterior.

Y así fue. Lavó una damajuana sucia y la llenó con agua. Dejó el fiambre para no tentarse y comer para luego morirse de sed, pero sí se llevó lo que quedaba de pan y las cuatro frutas restantes.

Apenas pudo distinguir sus pasos en la negrura arrancó a tranco firme, descansado y fresco. A eso de las 10 de la mañana, después de 6 o 7 horas de caminata, entre la llovizna que dominaba ese momento, vio algo a lo lejos. A llegar o quizás un tanto antes, se dio cuenta que lo que allí estaba tirado y muerto era el matungo viejo. Así fue, ensillado con la botella de agua seca a su costado. Le saco el recado como pudo, el freno y el bozal, y lo escondió entre la maleza de la banquina… tal vez algún día podía recuperarlo.

Y siguió su camino pensando en aquel pobre caballo con más de 25 años en el lomo, que no había podido disfrutar 10 minutos de aquella sombra y ni agua para tomar. Sintió culpa por haberlo entregado a una muerte segura. Pero aún seguía su vida en peligro y debía luchar por ella hasta llegar, más todavía se aferró a su subsistencia cuando, un par de horas más adelante en su andar, giró su cabeza hacia la cuneta, porque lo sorprendió algo raro: ahí estaba el cadáver del ex propietario de su sombra, con francos signos de deshidratación. Cortó, como pudo, unos yuyos largos y lo cubrió. Ensayó unos rudimentarios rezos que recordaba de alguna época, los que dedicó también a aquel pingazo muerto una legua atrás, y enseguida, casi apurado, asustado, emprendió de un solo paso su camino hasta llegar al poblado.

Hizo entonces la denuncia al milico y enseguida busco un techo porque persistía el mal tiempo.

Para el frío, el sol; para el sol fuerte, la sombra; para lluvia, un techo.

De eso se trata la vida, de saber elegir qué es mejor para cada momento. Y a la buena elección, la felicidad.

Eduardo Juan Salleras

No hay comentarios: