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De Milo Auerbach el 15/11/2006

DE MILO AUERBACH - EL 15/11/2006

Estimados Olga y Daniel.

Volcando en la pantalla del ordenador los recuerdos que aparecen uno tras otro, no puedo dejar de mencionar el carro de la asistencia pública que, con el anuncio de su sonora campanilla, corría a toda velocidad por el centro de la calle Nueva York para socorrer a algún enfermo o accidentado. El sonar de la campana de los bomberos era frecuente. El "tan tan" del tranvía con el fuerte ruido metálico de su andar sobre los rieles. El repiqueteo de las herraduras de los caballos, arrastrando carruajes con el característico ruido de sus llantas al rodar sobre el empedrado. Los automóviles y los omnibuses con sus roncadores motores. Se me aparece en este momento el agente de policía, el "cana", apostado en las esquinas o cuidando el orden mientras caminaba por la calle. De noche oíamos a lo lejos el silbido de sus pitos cuando hacían ronda.

A las siete de la mañana el panadero con el pan recién sacado del horno; luego el pescador con sus pescados a veces no tan frescos; el vendedor ambulante con corbatas, cinturones, peines, alfombras; el vendedor de hielo; el vendedor de géneros para confecciones con su mercadería cargada sobre el hombro. Estos muchas veces venían con la cabeza cubierta por una gorra de navegante, para hacer creer a sus compradores que los géneros eran importados. Todos llegaban hasta la puerta de casa. También el lechero con la leche recién ordeñada, aunque a veces mezclada con agua. Era común ver a los inspectores de la municipalidad, introduciendo el densímetro en los tarros para sancionar a los que incurrían en ese engaño.

La panadería de Pendón tenía otra entrada en la calle Marsella. Por allí se llegaba hasta el enorme horno de ladrillos alimentado a leña que, por unas monedas, los vecinos la podían utilizar los domingos. Largas paletas de madera manejadas por los panaderos, introducían esas fuentes que al cabo de unas horas se convertirían en verdaderos manjares.

Recuerdo otra anécdota. Yo estaba en tercer año del Colegio Nacional de La Plata. Quise repetir en casa lo que allí nos enseñaron: la forma de producir ácido sulfhídrico. Es decir la producción del olor a huevo podrido. Y lo conseguí. Fue tanta mi alegría el haberlo logrado, que no hacía otra coso que oler ese repugnante olor. Salí a la calle para mostrar a los pibes de mi barra, el tubo de ensayo con lo que yo había hecho. Fanfarronería propia de la edad. Había conseguido fabricar el líquido de las conocidas "bombitas de olor", que algunos comercios vendían. Nos pusimos a pensar qué aplicación se le podría dar a ese valioso producto. Alguien fijó los ojos en la carnicería pegada a la entrada del zaguán que conducía a mi departamento, y todos concordamos con su brillante idea. No lo felicitamos porque no se acostumbraba. Entramos. En un descuido del carnicero, yo desparramé el líquido por el suelo. Salimos sigilosamente. Ya en la calle, la barra escapó ("se rajó", decíamos en aquel entonces) a todo vapor en dirección a la calle Valparaíso, al "campito". Yo no me escapé. Permanecí recostado sobre la pared al borde del zaguán. A los dos minutos apareció el carnicero con un cuchillo en una mano y con la otra apretándose la nariz. -A dónde se fueron?- me preguntó gritando. Yo le señalé justamente la dirección opuesta. Pero, de cualquier manera, ya no había a quién correr.

Un abrazo. Milo

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